zona de influencias

Una película de Richard Ayoade | por Daniel Krupa
salvo hundiéndose




La Plata tiene su propio Cosmos. Se apellida “CineFreak” e ilumina las almas en pena que por la noche deambulan en las cercanías del Pasaje Dardo Rocha. Un dato que no olvidé cuando recientemente –y después de haber sido incinerado por una brava jornada laboral– me vi obligado a zambullirme en los refrescantes mares de la ficción. 
Y así fue que, por obra y gracia de la casualidad, llegué a Submarine (2010), de Richard Ayoade, director de esa serie tan british en su humor que emite ISat y se llama The IT Crowd (Los informáticos). Rápida digresión: cualquiera de nosotros que trabaje en una empresa u organismo que dentro de su ecosistema cuente con un área de “Informática” o “Soporte” encontrará en The IT Crowd los mismos diálogos freaks que solemos mantener al cruzarnos con especímenes de esa subespecie que, lejos de estar en vías de extinción, ha devenido en plaga.
Pero estamos acá para hablar de Submarine, la película que en una noche de desasosiego me devolvió el alma al cuerpo. Sin otras expectativas –repito–, que la de irme de mí mismo por un rato, me encontré con un adolescente que se imagina qué sucedería a su alrededor si muriera abruptamente (esto incluye honores de todo tipo, llantos histriónicos por parte de las chicas más lindas del colegio, desesperación absoluta, el cierre de su escuela por duelo). Y, consecutivamente, que sucedería si volviera de la muerte (honores de todo tipo, adoración perpetua por semejante hazaña).
El adolescente que lidia con los matones que tiene por compañeros al mismo tiempo que hace de testigo de la crisis matrimonial de sus padres (esto incluye la acongojada confesión de su madre por haberle practicado una hand job a un líder espiritual en el interior de una combi en la que va de pueblo en pueblo dictando sus misas profanas). El mismo proyecto de adulto que debe afrontar, también, la ansiedad hormonal de tener sexo de una buena vez. Y, lo más grave en su peso específico, el paso bautismal que marcará el resto de su vida: dejarse caer en los afilados garfios del amor.
Esto que cuento bien podría interpretarse como otro film sobre un iniciado y sus primeros golpes. Innegable. En la literatura tenemos a Salinger y a su Holden Caulfield como ejemplos paradigmáticos. Pero convengamos que en El guardián entre el centeno, el chiste no sólo está en la trama, en lo que se cuenta, sino en el cómo, en eso que solemos llamar estética. Es como en El Graduado (1967) –film con el que Submarine dialoga en más de un sentido y hasta en más de un cuadro–, donde vemos a un joven Dustin Hoffman a través de una pecera o bien sumergido, graciosamente a la deriva, en una piscina. O sea, un claro sentimiento de ahogo, de estar hundido… (o en vías de). Bueno… en Submarine sucede lo mismo. El tratamiento es... todo. Y afortunadamente incluye esos "detalles" que impiden que procesemos todo de una sola vez. Sin abusar, en la película de Richard Ayoade hay tomas largas que le bajan el ritmo; que nos dan la pausa (tiempo) y el distanciamiento mínimo (espacio) para reflexionar por cuenta propia sobre eso que proyectan sobre nosotros.
Ese entrecruzamiento de variables –el qué y el cómo– provocan que Submarine sea una de esas películas (o libros) que terminan siendo más que obras de arte –vuelvo a citar El guardián entre el centeno, y vuelvo a citar El Graduado. Son, digamos, experiencias vitales y agridulces. Como todo esto.



Un cuento de Jan Ormerod | por Matías Moscardi
el peligroso oficio de ser poeta


Pollo Repollo es un texto notable. Cuando tenía 3 años mi mamá me lo leía una y otra vez. No podía saltearse ninguna parte porque yo me lo sabía de memoria. La historia es bastante fácil de resumir: a Pollo Repollo se le cae una nuez en la cabeza y él piensa que lo que se cayó fue el cielo. ¿Ustedes que harían si el cielo se les cae en la cabeza? O como se pregunta César Fernández Moreno: ¿ustedes qué harían si vieran descender un plato volador? Correrían a contárselo a todos. Cualquier cosa que ve el poeta le parece un plato volador, dice César. En este sentido, digamos que Pollo Repollo es un poeta: ve en la nuez, el cielo, en cualquier cosa un plato volador. De camino a la casa del Rey, Pollo Repollo se encuentra con un montón de amigos del bosque, con nombres tan extravagantes como el suyo (Pato Barato, Oca Loca, Gallina Cochina, Ganso Manso). A todos les canta su poema: el cielo se me cayó en la cabeza, hay que ir a contárselo al Rey. Eso es todo, amigos. La procesión encabezada por Pollo Repollo es enorme. Hasta que se encuentran con Zorro Piporro, que los engaña y se los come a todos. El cuento termina así: "De modo que no vieron al Rey y jamás pudieron contarle que el cielo se había caído”. Recuero que eso me dejaba fuera de juego. ¿Cómo que no vieron al Rey? ¿Quién le va a contar, entonces, que el cielo se derrumbó? Lo interesante de ese final mega traumático, es que de golpe, el único y último testigo del mensaje-poema de Pollo Repollo es lector. Somos nosotros los que tenemos que levantar campamento para ir a contarle al Rey. Aguante.


un disco de Sony Rollins y un libro de Urdapilleta | por Celina Artigas
reflections

Ha oscurecido. Sentada al otro lado de una ventana, con los antebrazos apoyados en la mesa de café, veo que la calle está desierta; veo cómo se encienden los carteles de los negocios, en la vereda de enfrente. Ha oscurecido más cuando un equipo de música lee el tema 3 de un disco de Sony Rollins, mientras Alejandro Urdapilleta descose hombres en Vagones transportan humo, para ver qué llevan dentro. Yo leo, impávida, cómo lo hace.
Él debe estar, con viento a favor, encerrado en su casa escribiendo más textos tristes porque eso lo alegra, según lo escuché decir alguna vez, en una entrevista que dio en algún canal de televisión. Lo alegra a pesar de sabe que no; que feliz-feliz no se es nunca y que, a lo sumo, a semejante maravilla –la felicidad– llegamos a verla pasar como vagones que transportan humo.
O llegamos a oírla sonar, dentro de un equipo, cuando Rollins sopla su saxo tan lejano. Siete minutos de felicidad (no de magia; en la magia sólo pueden creer los hippies que venden duendes en parajes del sur y a esta altura odiamos a los hippies y su olor a pachulí más que a Mussolini). Siete minutos y un segundo de zigzagueantes reflecciones vagas, flaneurs y delicadas, pero allá adelante lejos de la la barra ruidosa donde calientan leche para el café, al otro lado de  la vidriera, fuera del negocio –fuera, fuera– cruza un camión con un gigante cartel publicitario promocionanado a Cheruti, a Cobos y a sus poderosas vedettes con brillantina y sin ropa. Esa fría luminosidad artificial se pierda junto al ruido del motor del camión en un fuera de campo.
Y otra vez está la calle desierta. Y Rollins está gastando su aire. Y Urdapilleta, diciendo: “hombres que soplan, que se desangran gota por gota". Y yo no encuentro otro sitio, otro mood para estar un rato, olvidándolo todo.