regalos

15 I 02 I 2012
Anticipo de libro "Hacia el silencio" (microficciones)
de Omar Giménez
Hasegawa Tohaku (1539-1610) I Biombos con pinos entre niebla I Museo Nacional de Tokio
 
Utnapistim
Y lo bueno de envejecer es que el mundo te empieza a parecer algo ajeno y poco interesante. Pasa así, de repente. Sentís que ya no es tu mundo. El tiempo en que podías actuar  y cambiar cosas. Y te vas desprendiendo de él sin dolor, como las serpientes de su piel cuando es el momento adecuado. Si a eso se le suman las limitaciones del cuerpo, los achaques, entonces parece que esto de ser mortal viene con un plus, como de amabilidad. Es malo, pero no tanto. Perverso, pero con bonificaciones. Efímero, pero con un bonus track.
Lo peor que puede pasar a esta altura del camino es encontrártelo a Utnapistim, aquel marciano que conoció Gilgamesh –el de Robin Wood– en la flor de la edad. Y le regaló la inmortalidad.
Si encontrara a Utnapistim alguna tarde en este bar, si él me creyera digno de hacerme el mismo regalo que a Gilgamesh, creo que miraría por la ventana, me detendría en ese mundo ajeno de allá afuera apenas unos segundos. Y el “no gracias” se lo diría con voz firme. Sin sombra de tristeza.

Ramírez
¿Cuál debería ser la velocidad exacta de las escaleras mecánicas? ¿La rutinaria, la de todos los días, la que establecen –celosas, pero siempre vulnerables– las normas de seguridad? ¿O acaso la del martes, cuando, fastidiados, los pasajeros se amontonaron largos minutos sobre el lomo castigado de los escalones, que parecían resoplar bajo tanto peso y arrastrar a desgano la marea de jinetes quejumbrosos, a pesar de lo cercano del destino? ¿O la del jueves, cuando despedidos de esos gusanos súbitamente descontrolados, hombres y mujeres se estrellaron contra las paredes que todavía sangran, o vieron desaparecer sus pies mordidos por los dientes voraces de los extremos, sin tiempo para reaccionar?
Ramírez, que cada día programa esa velocidad, la verdad, no lo sabe.
Pero probar, prueba.

Verde
Tardó buena parte del día en darse cuenta de que en todas esas horas no había visto nada verde. A pesar de los árboles, las cruces de las farmacias, las luces de los semáforos. Resignado, al llegar la noche, se preparó una amarillenta sopa de vegetales y se resignó a la pérdida definitiva del verde. Así, sin más. Al otro día se descubrió acostumbrado a esa ausencia y,  quizás por eso, le extrañó menos que faltaran los rojos. A pesar de los tejados, de las cruces de los hospitales, de las luces de los semáforos.
Cuando su mundo fue completamente descolorido no hubo dolor alguno.
La tarde que el último azul dejó de estar donde siempre había estado, apenas si se dio cuenta.

Hemingway
No padeció los rigores de la guerra.
No se enamoró de una isla convulsionada y ardiente.
Quizás por eso.
El clon de Hemingway pasa sus horas jugando a la Wii.

20 | 12 | 2011
El control | El capitán
Mostruo! al sol, en el patio de atrás

01 | 12 | 2011
Glamour neyorkino,
por Carolina Marinkeff I fotógrafa
su lugar: Los días buenos